Los Obispos españoles han publicado
recientemente un documento titulado “Declaración
con motivo del Proyecto de Ley Reguladora de los derechos de la persona ante el
proceso final de la vida.” En él han dejado clara la postura de la
Iglesia respecto a la pretensión de la ministra de Sanidad (como representante
del gobierno) de colarnos una ley que abre la puerta a la eutanasia. Lo
comentamos la semana pasada. Los Obispos recuerdan en este documento la postura
de la Iglesia de defensa de la vida y resumen su opinión sobre este proyecto de
ley en estos cinco sencillos puntos:
1.
El
Proyecto pretende dar expresión a un nuevo enfoque legal que supere un enfoque
asistencialista y dé paso a otro basado en el reconocimiento de los derechos de
la persona en el contexto de las nuevas situaciones creadas por los avances de
la medicina. Pero no lo consigue.
2.
No
logra garantizar, como desea, la dignidad y los derechos de las personas en el
proceso del final de su vida temporal, sino que deja puertas abiertas a la
legalización de conductas eutanásicas, que lesionarían gravemente los derechos
de la persona a que su dignidad y su vida sean respetadas.
3.
El
erróneo tratamiento del derecho fundamental de libertad religiosa supone un
retroceso respecto de la legislación vigente.
4.
Ni
siquiera se alude al derecho a la objeción de conciencia, que debería
reconocerse y garantizarse al personal sanitario.
5. La indefinición y la ambigüedad de los
planteamientos lastran el Proyecto en su conjunto, de modo que, de ser
aprobado, conduciría a una situación en la que los derechos de la persona en el
campo del que se trata estarían peor tutelados que con la legislación actual.
Siendo todos ellos puntos muy
clarificadores, hoy me interesa fijarme en un aspecto de ese documento que no
he visto comentar y considero muy importante. Se trata de los puntos 16 y 17,
en el que los Obispos justifican la validez de sus opiniones, en una
explicación tan sencilla como clara de por qué la Iglesia tiene derecho a
opinar y por qué su opinión es verdadera. Dicen los Obispos:
«16.
Cuando afirmamos que es intolerable la legalización abierta o encubierta de la
eutanasia, no estamos poniendo en cuestión la organización democrática de la
vida pública, ni estamos tratando de imponer una concepción moral privada al
conjunto de la vida social. Sostenemos sencillamente que las leyes no son justas por el mero hecho de haber sido aprobadas por
las correspondientes mayorías, sino por su adecuación a la dignidad de la
persona humana.
17. No
identificamos el orden legal con el moral. Somos, por tanto, conscientes de
que, en ocasiones, las leyes, en aras del bien común, tendrán que tolerar y
regular situaciones y conductas desordenadas. Pero esto no podrá nunca ser así
cuando lo que está en juego es un derecho fundamental, como es el derecho a la
vida. Las leyes que toleran e incluso regulan las violaciones del derecho a la
vida son gravemente injustas y no deben ser obedecidas. Es más, esas leyes
ponen en cuestión la legitimidad de los poderes públicos que las elaboran y
aprueban. Es necesario denunciarlas y procurar, con todos los medios
democráticos disponibles, que sean abolidas, modificadas o bien, en su caso, no
aprobadas.»
Así pues, para escarnio
de los que quisieran relegar a la Iglesia a las sacristías, afirman los Obispos
que si opinan, lo hacen con la autoridad que da el defender, no unos principios
tan válidos como sus contrarios (que valen tanto como los de Groucho Marx),
sino los únicos principios verdaderos: La Iglesia defiende el valor de la
dignidad humana porque la fundamenta en un hecho fundamental, cual es el hecho
de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y ha sido redimido con
la sangre del mismo Cristo. No obstante, es verdad que no hace falta recurrir a
visiones religiosas (perfectamente acordes con la razón, por otro lado) para
entender que el hombre tiene dignidad por sí mismo (entendiendo por dignidad “la cualidad mayor que se puede
predicar de un ente”, en palabras de Mª Dolores Vila-Coro). La dignidad, o la
cualidad de ser digno, es algo que pertenece al ser del hombre, y no se puede
ganar ni perder, porque es parte de su esencia. Me refiero a la dignidad
ontológica de la persona. La palabra “digno” viene del griego, y podría
traducirse por “valioso”. Por eso la vida humana merece respeto. Porque es
valiosa, tiene valor en sí misma. Más, si cabe, cuando más débil y necesitada
sea. Pero resulta que nuestra sociedad se empeña en atacar esa dignidad, y por
tanto, deshumaniza al hombre, le despoja de lo que constituye la esencia de su
humanidad. Así, se justifican los ataques a la vida en su origen o su final,
con argumentos falaces. Argumentos que solo se pueden sostener si aceptamos que
cuando atacamos a las personas en los momentos iniciales o finales de sus vidas
no consideramos que sean en verdad hombres, sino que por alguna razón (no
razonable) perdieron o no llegaron aún a adquirir tal cualidad. Esto es una
mera argucia filosófica para justificar lo injustificable. Y aunque muchos
pensaran así, la Iglesia, defensora del hombre, sale siempre al paso. Porque “las leyes no son justas por el mero hecho
de haber sido aprobadas por las correspondientes mayorías, sino por su
adecuación a la dignidad de la persona humana”.
Algunos insistirán en que la
Iglesia en el fondo añora los tiempos antiguos en los que intervenía en la vida
política. Sin entrar al trapo, sólo diré que estoy completamente de acuerdo con
la afirmación de que cuando la Iglesia da su opinión no trata de imponer una
determinada concepción moral a una sociedad que en parte discrepa con Ella. En
su defensa de la dignidad del ser humano, que es algo fuera de toda discusión
ideológica, afirma y defiende que no son aceptables los ataques a dicha
dignidad. Lo cual le viene muy bien al hombre. Porque por mucho que se empeñen
los neo-progres, el derecho a la vida es irrenunciable, como lo es el derecho a
la educación, a las medidas de seguridad en el trabajo… e incluso el derecho a
la dignidad que como persona le es propio al hombre. Nadie puede renunciar al derecho
a la vida, ni a su dignidad como persona.
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